CAPITULO 2 (8/8)
Subimos en silencio hacia la oficina, por decirlo de alguna manera, porque aquella redacción donde trabajábamos era de las más pequeñas habidas y por haber.
La tarde pasó sin sobresaltos, Edu en su mundo medio amargado, Isa a su ritmo y sin hablarme casi y cuando lo hacía salía por su boca una especie de gruñido gutural un tanto desagradable y Sofía encerrada en su despacho. Lo único positivo era que nadie me molestaba.
Acabé de preparar la entrevista para el día siguiente, la imprimí y la metí en el bolso. Mañana me esperaba trabajo fuera de la redacción. Igual cuando llegará, los ánimos matutinos se habrían calmado y gozaríamos de un poco más de buen rollo.
Recogí mis cosas y abandoné mi trabajo tan contenta como había venido, aunque tenía cierto mal sabor de boca por cómo había transcurrido la jornada. Sin embargo, yo siempre pensaba que no iba a dejar que el trabajo me amargara, pasaba demasiadas horas ahí como para eso.
Caminaba ensimismada hacía la parada de autobús, pensando en todo cuanto tenía que hacer cuando llegara a casa. Me había olvidado traer conmigo la lista de la compra pero no recordaba nada de urgencia. Así que no me costó decidir que lo pospondría para el día siguiente. Me paré en seco y volví sobre mis pasos, me había pasado la papelería a la que tenía pensado ir. Lo había olvidado, mi cuaderno. Así que volví y entré. Como me ocurre en tantas otras ocasiones, cuando entro en una tienda me quedo fascinada mirando cuantos artículos, y esa no fue una vez diferente. Era prácticamente imposible no encontrar ahí cualquier artículo de papelería que se buscase.
Cuando estuve delante de la sección de libretas tuve un auténtico dilema para decidir con cual me quedaba. Así que opté por algo que no llamara mucho la atención para que no destacara entre los libros, papeles y demás que Saúl y yo teníamos por casa. Cogí una libreta típica de anillas, con una portada marrón achocolatada y hojas con cuadrícula. Mi libreta de sueños. De momento y para ser más exacta, mi libreta de sueño, puesto que solo había uno. Pero guardaba la esperanza de que fuesen más, a ser posible uno más, con eso ya me bastaría.
Estaba al lado de las cajas, esperando mi turno para pagar cuando me fijé en que tenían un mural de corcho donde se pegaban anuncios. Nunca me había fijado hasta ese momento. Quizás porque aquel día si hubo un anuncio que me llamó la atención. Era uno de esos cursos a los que me apuntaba siempre sin dudar: Curso de Globoflexia. Si, globoflexia, el arte de hacer figuras con globos. Uno de esos cursos que me parecían ideales para evadirme al salir del trabajo. Un curso perfecto para mí. Una oportunidad de distraerme, conocer gente nueva y salir de la rutina. Globoflexia. Me encantaba como sonaba.
Cogí uno de los papelillos con el número de teléfono que sobresalían del cártel. Pagué mi libretilla marrón y me fui hacía el metro pensando que quizás al final si había sido un buen día.
Cuando llegué al piso y vi la luz roja en el contestador, no pude reprimir una mueca de disgusto. No había llamada, de nuevo un simple mensaje. Pensé que ni falta hacía que le diera al botón para reproducirlo porque ya sabía que era lo que decía. Aún así, accioné el botón.
-“Hola cariño, el avión lleva retraso y hasta mañana a mediodía no llegamos. Pero ya sabes – aquí un pequeño silencio –yo hasta el miércoles no estaré en casa. Intentaré llamarte mañana. Te quiero. Un beso”
Lo apagué. Saúl siempre hacía eso. Había salido de viaje por cuestiones de trabajo y cuando su madre le obligaba a ir a casa antes de venir a nuestro piso, me dejaba un mísero mensaje en el contestador. Siempre lo hacía. Pero esta vez, a diferencia de las demás, fue la primera en que no me importó que lo hiciera. No me molestó en absoluto, ni su triste mensaje ni el hecho de que antes de verme a mí, tenía que ir a casa de su madre. Por una parte hasta me alegraba, la tarde seria para mí. Esa noche pondría la televisión en el canal que yo quisiera y eso implicaba ver mi serie favorita, la de la dentista psicópata. También podría poner la radio mientras escribía en mi nueva libreta y llamar al curso de globoflexia sin que Saúl gruñera a mi lado y me volviera a decir que era una adicta a cursillos inútiles.
Si, al final sería un buen día y me sentía pletórica y ansiosa porque llegara la hora de dormir para poder revivir mi sueño. De hecho, lo iba a revivir detalle tras detalle. Sonreí, abrí mi libreta y comencé a escribir.